Al igual que en nuestros tiempos los juicios en la antigua Grecia tenían mucho de espectáculo consistiendo básicamente en un enfrentamiento dialéctico. Un cara a cara que se realizaba en el Areópago (antiguo tribunal aristocrático) si se trataban de delitos de sangre o criminal. Estos se hacían al aire libre para evitar que “la mancha del acusado se propagara a los jueces y al acusador”. Para otros tipos de delitos, el papel de juez correspondería al propio pueblo, ciudadanos de cada tribu elegidos con un original sistema, el cleroterion. Este consistía en un bloque de piedra que presentaba unas incisiones en hileras para que cada miembro introdujera una ficha. Después, los dados negros y blancos que se extraían de un embudo decidían la fila “agraciada”.
Es sorprendente la analogía de aquellos juicios con los actuales. La acusación debía realizarse por escrito y si el magistrado que presidía el tribunal la aceptaba, requería a las partes el depósito de gastos fijando un día para la instrucción. Tras presentar las pruebas (documentos, prendas…) estas se guardaban en una caja sellada hasta el día del juicio.
Ese día, los participantes en el jurado madrugaban para poder acomodarse en un buen lugar y el presidente se sentaba en una tribuna de piedra junto a un escribano, un heraldo y arqueros que se encargarían de la seguridad. Las partes en conflicto se situaban en los extremos de la tribuna y a la hora dispuesta se cerraba la puerta del recinto y se entregaba una ficha a cada uno de los miembros del jurado para que al final la cambiaran por la paga asignada por su presencia en el juicio (tened presente que ese día no acudían a sus respectivos trabajos en el campo con la pérdida económica que eso significaba). Tras leer las causas eran los turnos del denunciante y del acusado, que en ocasiones eran representados por un tutor legal o el dueño si se trataban de mujeres, menores, esclavos o extranjeros.
Como que no existían abogados debían espabilarse ellos mismos, y claro, había gente con más o menos capacidad de persuasión. Para compensarlo existía la figura del logógrafo, que preparaban los discursos de sus clientes que después debían memorizar para explicar delante del jurado, siempre ajustándose a unos tiempos preestablecidos, de 20 a 48 minutos para la primera intervención y de 8 a 12 minutos para la rectificación, tiempos que podían variar según el importe de dinero en disputa.
Os preguntaréis cómo calculaban ese tiempo si no existían cronómetros ni relojes. Para contestar debemos fijarnos nuevamente en el magnífico cuadro de arriba. Vemos en el centro de la imagen un recipiente colocado detrás de una figura dorada que bien podría corresponder a un reloj de agua (clepsidra). Este ingenio no era nuevo, los egipcios ya lo utilizaban sobre todo por la noche cuando no se podía utilizar el reloj de sol, obviamente. Después, los romanos lo copiarían de los griegos tanto en sus tribunales como para medir el tiempo de las interminables y odiosas guardias nocturnas castrenses.
Las clepsidras consistían en vasijas de cerámica que se llenaban de agua hasta el borde, con un orificio en su base de un tamaño prefijado para asegurar la salida del líquido por un tubo de bronce a una velocidad preestablecida. Dentro del recipiente se encontraban otras marcas que indicaban los diferentes períodos de tiempo. Podríamos decir que eran los cronómetros de la antigüedad, incluso Platón ideó un despertador con este mecanismo.
Durante el juicio era habitual oír gritos de desaprobación o de apoyo (en esto sí que se ha cambiado porque ahora el juez te expulsa inmediatamente de la sala) debiendo dictarse el veredicto el mismo día del juicio (hoy se tardan días, semanas, meses…¡Buf!). La forma de emitir el voto fue cambiando con el tiempo. En el siglo V a. C. el jurado introducía una concha o un guijarro, según fuera o no favorable. Más tarde, a partir de 390 a. C., el jurado recibía dos fichas de voto de bronce, entera o horadada, que se depositaría en una jarra, según el caso.
Antes de terminar permitidme presentaros otra figura muy temida por los ricos “honrados” (que también los había), los sicofantas, representados en el teatro de Aristófanes. Eran personas sin escrúpulos que se dedicaban a calumniar a otras a cambio de dinero, y para ello no tenían ningún reparo en comprar testigos y falsificar todo tipo de pruebas (vamos, que eran unos “perlas”) Conocidos y despreciados por la sociedad muchos llegaron a lucrarse a pesar de las fuertes multas que en ocasiones recaían sobre ellos tras descubrirse su complot. Tener dinero y a la vez ser tímidos e incapaces de desenvolverse en un juicio les convertía en presa fácil para los sicofantas, una actividad que no era exclusiva de Atenas sino de todas las democracias griegas.
La monarquía, oligarquía y tiranía practicadas anteriormente, acabarían transformándose en Democracia, un gobierno del pueblo, y aunque no puede hablarse de democracia griega en general (básicamente sería en Atenas donde se practicaría) dejarían una impronta en la Historia de la Humanidad que sería y sigue siendo ejemplo para todos (aunque todo se puede mejorar, por supuesto).